Crónica sobre un ensayadero en Bogotá

El ensayadero, el refugio de la comunidad del rock

En la víspera del Día mundial de rock, me fui a pasar unas horas en un templo de la música en construcción, comúnmente llamado ensayadero, en compañía de Coque Arango, un testigo de la transformación de la escena musical local, para compartir una tertulia sobre la Bogotá musical llena de remembranza y fe en el futuro.

Por: Andrea Pérez Martínez

Podría decir que era un jueves cualquiera, pero no era así: se sentía en el ambiente la emoción de una victoria de la Selección Colombia, un ánimo fiestero que manteníamos en calma mientras hablábamos del partido de la semifinal que ganó Colombia en la Copa América. En el trayecto comenzó a sonar rock de los parlantes del carro conducido por el realizador audiovisual de la jornada.

Coque Arango: un fanático del rock
 

Aunque el acento lo delata, la identidad secreta de Adrían es la de un punkie de Pasto que tiene una banda en Bogotá con la que ha grabado y, además, hace parte de la barra de su ciudad, con la que han hecho canciones que llevan luego al estadio. Nos emocionamos con el relato y Andrés, el fotógrafo del equipo, un ninja que hace 22 años se mueve entre los tras escena, los pogos y mares de público, en los cubrimientos de festivales, eventos culturales, pero también de moda y protocolos institucionales, lo había visto en acción, pero lo que yo no sabía era que también se había ido de gira con bandas a registrar su naturaleza salvaje entre cables, tarimas y roadies.

Llegamos a una de las más reconocidas salas de ensayo de la capital colombiana, Jam Session, ubicada en el barrio La Castellana: una casa enorme sin aviso, pero con un anfitrión que nos recibió inmediatamente y nos llevó con nuestro personaje de la tarde: Coque Arango, “el dueño del chuzo”, como le decimos en dialecto bogotano “chirri”, el mismo tipo de la imagen puesta en la pared en donde cuelga una foto de ese personaje hace años en compañía de una versión más joven de Fito Páez y un mini afiche de Deep Purple autografiado.

Coque nos recibe en Jam Session

Coque nos recibe como amigos de toda la vida, con una sonrisa y un abrazo grande, pantalones ajustados rojos en pana, botas, camiseta y una gorra negra con mucho estilo.  El pelo blanco y la frescura revelan el camino que lo ha llevado a comandar estas salas de ensayo que reciben mensualmente a más de 2.000 músicos de la ciudad, del país y del mundo entero. 

Este músico y fanático del rock se embarca con nosotros en sus recuerdos de la Bogotá psicodélica setentera y le atribuye la germinación de su carrera musical (como melómano y como instrumentista) a su madre. En un instante, hace memoria de cuando ella le “alcahueteaba” no ir al colegio para quedarse ensayando en casa y recuerda que a los 7 años le llegó el rock por sus hermanos, en esos días en que la música era parte de la tradición oral de las familias que enseñaban a los miembros más jóvenes de dónde viene la música que aman.

“A mí no me gustaban las cosas normales, a mí me gustaba pasar la tarde oyendo discos, a oír los Beatles, Cream. Después armé mi batería con cajas de cartón y empezó la fiebre que no ha parado”, Coque se remonta a los años 70, cuando el rock local tenía pocos estandartes, pero entre los melómanos de la ciudad se conocían y tenían su propia cofradía, de cuando se reunían de casa en casa a darle rienda suelta a los sueños de rock and roll.

“Más adelante conocí a Juancho y Piyo de Compañía Ilimitada, ahí empecé a tocar con ellos, ahí también nació Pasaporte, dos bandas icónicas de esta ciudad, pero también del país”, agrega. Además, recuerda que a los 16 años se enamoró a tal nivel de la música que decidió lanzarse de cabeza en el aprendizaje de su instrumento hasta el punto de abrir unas salas de ensayos que ya ha cambiado de lugar dos veces y que día a día crecen en afectos y amistades. 

Coque, un testigo de la transformación de la escena del rock local.

Dentro de todas esas memorias que teje la amistad, surge el relato de la colecta que Coque organizó en medio de la pandemia para mantener a flote las salas y a la que de manera masiva respondieron los amigos de la casa con numerosas contribuciones, que ahora se convirtieron en horas de ensayo, horas de escondite de la rutina y horas de cariño.

La magia de los ensayos en Jam Session
 

Se podría decir que en el ritual del ensayo es solo ensayar, pero también involucra ir a saludar a los amigos, “parchar”, a tomar algo después de un par de horas reventando las paredes de Jam Session, comerse un paquetico de “mecato” mientras charlan en el patio con los integrantes de otras bandas, hablar de sueños, de historias, de errores de ensamble que salieron a relucir en en ensayo que acaban de tener. 

No se trata de un ensayo más, es darlo todo como si ya estuvieran en el escenario, es el ritual que condensa la magia de la interpretación de los instrumentos y las voces, ya sea con las canciones originales o con las versiones que trabajan durante meses para que salgan bien en el próximo toque.

Voy de visita, pero admiro las alfombras que cubren los pisos de madera de las casas de antes y que le dan ambiente bohemio a las salas con paneles profesionales de insonorización. Camino por los pasillos y siento las vibraciones de la música, me suena a hogar, me suena a vida, a movimiento, a que detrás de ese “PUM, PUM, PUM” hay unos músculos movidos por impulsos eléctricos, por la convicción de unir presupuestos y pagar juntos por unas horas en donde solo importa el sonido y los cómplices. 

Me quedo al frente de cada puerta numerada cerrada y trato de descifrar la música que suena al interior de cada sala. En una se escucha The Strokes, en otra ‘Gimme the power’ de Molotov; en otra, una batucada; y en otra una descarga de guitarra que no me es familiar, pero que reina en el lugar. No tengo ni idea de quiénes están ahí, pero sí sé que le estaban metiendo ganas y que lo estaban haciendo muy bien. 

La verdad es que una sala de ensayo no te juzga, no te califica ni te descarta, te guarda el secreto de la falta de ensayo o de la crisis de identidad de la banda, incluso puede recordarte que no eres el único, que tu nombre está en una lista en donde están otras personas que sienten lo mismo que tú. Una sala de ensayo resguarda y amplifica tus emociones y pensamientos, no solo los tuyos, también de los que creen en ti y van a escucharte.

“Vine desde las montañas y estoy en este fabuloso estudio para ver el alma de la música que realmente se mueve en las ciudades y que se evidencia en las salas de ensayo. Hoy especialmente estoy viendo a mis amigos de la banda Maestro Tocineta que también mueven su música entre el campo y la ciudad”, me cuenta Cielo, una gestora cultural que acompaña el proceso de desarrollo artístico de sus amigos y que se despide de nosotros invitándonos a reencontrarnos en su taller creativo en la montañas de Cundinamarca. 

Cielo es una gestora cultural

Saliendo del patio en donde hablamos con ella se nos confirmó el rumor: Carlos ‘Oveja’ González, el baterista original de la agrupación argentina Vilma Palma e Vampiros, llegó a ensayar para una masterclass particular. Nos saludó con alegría mientras se encontraba por primera vez personalmente con Vox Anima e Instinto, la banda anfitriona que lo recibía.

 Carlos “Oveja” González, baterista original de la banda argentina Vilma Palma e Vampiros

‘Oveja’ se sincera y nos cuenta que los músicos siempre dicen en cada país que se sienten como en casa, pero que él sabe que Bogotá lo pone a hacer planes sobre cambiar su lugar de residencia, pero que reconoce el magnetismo de la ciudad “sabemos que las capitales de los países exigen más arriba de la barra, pero llegar a Bogotá y llegar aquí a ensayar hoy es saber que es el lugar donde el músico se inspira y reconoce sus instrumentos en un buen ambiente, lo cual es crucial”.

Bogotá Ciudad Creativa de la música: la transformación de la experiencia musical

Bogotá fue declarada por la Unesco como una de las Ciudades Creativas de la Música en el mundo desde el año 2012 y mucha agua ha pasado bajo el puente desde los alocados años 70 que buscaban reversionar los éxitos del rock británico y en donde la capital era el desembocadero de las influencias artísticas del mundo y las regiones, antes apenas llegaban las noticias del legendario Festival de Ancón en Antioquia, llamado también el ‘Woodstock colombiano’, para hoy ser la ciudad anfitriona de espectáculos musicales de primer nivel al estilo de lo mejor del mundo.

“Indiscutiblemente la escena musical ha cambiado y ha mejorado en todos los aspectos, incluso en la parte administrativa, antes nadie sabía cómo funcionaba una banda, ahora tienen tecnología. Las redes sociales son muy relativas porque una canción es como una gota de agua en el mar, pero ahora un proyecto se ve como una empresa y así lo conversamos muchas veces aquí. Yo lo identifico como un cambio de ciclos, un ciclo que termina y otro que inicia constantemente”, comenta Coque relajado, porque ya lo vivió.

Los tiempos en los que todo un grupo de amigos se reunía a escuchar un disco que llegó a este rincón del continente después de viajar en barco o en avión ya pasaron, esos tiempos en los que un vinilo o un casete representaba un hallazgo legendario como esos tesoros de Los Goonies, que convertían cada canción sonando gracias al roce de la aguja con el acetato en una aventura desconocida, ahora se desplazan las fiestas de escucha por horas de soledad con listas de reproducción, una fiel representación de la frialdad digital que no se ha tomado el mundo por completo.

El sentido tribal que despierta la necesidad de reunirnos entorno al fuego comunal, quizás eso es lo que debemos buscar a toda costa, el balance entre la reflexión de nuestra unidad con el universo, dentro del monstruo de la maquinaria actual, escuchar nuestros pasos al caminar por las calles, las oficinas y los bares que nos conocen; y el disfrute de encontrarnos con nuestros semejantes, descubrirnos al mirarnos a los ojos mientras hablamos, sin tapabocas, sin emojis, sin memes, sino con nuestras propias experiencias narradas con alguna bebida en la mano y la emoción encendida. 

Los Beatles y Cream figuran entre los primeros recuerdos de Coque como fanático del rock

Coque ha vivido esta escena de todas las maneras posibles, como oyente de música, como arqueólogo de canciones, como artista, como espectador, como un aventurero que se va de gira hasta el otro extremo del mundo tocando tropipop y vio a una jauría de punkies de dos metros de estatura haciendo un pogo con compases cadenciosos; como el músico que comenzó a despedir de este plano a sus amigos de verbena, como un amigo buena onda que te recibe y te saca una sonrisa en medio de un día en el que todo te jala para abajo, pero que la emoción de conectarte a un amplificador puede devolverte a la vida en un instante.

Daniel Rivera es la mano derecha del Coque en Jam Session, pero no solo eso, es baterista de sesión de varias agrupaciones de Bogotá y profesor que mutó de cliente de las salas a coadministrar el lugar: “Estar aquí es un aprendizaje, uno aprende de mucha clase de música, ve todo tipo de artistas y si uno tiene la mente abierta es genial aprender sobre las capacidades y las propuestas de quienes vienen”. Daniel es el personaje silencioso que resuelve dilemas de la programación, que mueve los hilos del equipo de trabajo para que las bandas entren, se conecten, ensayen y se vayan con su propósito cumplido. Las cosas no pasan solas.

¿A qué suena el rock bogotano? ¡A rebeldía!

Salí de allá con el sueño revivido por millonésima vez de tener una banda, de pararme de nuevo en un escenario, pero también de ir con mi violín algún día a volver a ensayar a solas en un ambiente seguro cuando no haya mucho voltaje, en alguna hora valle, que el buen Coque me ayude a programar. Quiero ir a ensayar, a ver el ensayo de alguno de mis amigos, quiero ir a parchar, a conocer gente navegando el sueño de crear arte en tiempo de desesperanza y éxitos virales y que cree en los procesos de cocción lenta.

Este bogotano ha visto la transformación de la cultura de la ciudad a través del rock y sus historias.

Le pregunté ¿a qué suena el rock bogotano?, respondió, a rebeldía, a decir “esto que está pasando no me gusta”, el rock es contestatario y siempre lo va a ser. Agregué ¿cuál es la mejor manera de celebrar el día del rock?, su respuesta instantánea es “¡Obviamente tocando en donde uno esté!, ya sea un escenario, puede ser en un bar, puede ser en un cuarto tocando la guitarra o batería, hasta que el vecino se le queje como me ha pasado a mí durante 40 años.” 

Sabemos que queremos celebrar la victoria de la ‘Sele’ el domingo y por supuesto lo haremos con amigos y con rock, quizás con ‘La pollera colorá’ como himno nacional de soporte emocional, pero seguro con esa gran tribu hecha de miles de tribus de todo el mundo que llegan a esta Bogotá sensible y rockera que se sobrepondrá en caso de perder, pero que llorará y gritará en caso de la victoria. Será un fin de semana para celebrar el rock, los sueños, la música, la tierra y la amistad.

Jam Session no es cualquier ensayadero, es el refugio de miles de sueños hechos de rock


 

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